Andrei Chikatilo. El Carnicero de Rostov

            Por Antonio García Sancho

El cuerpo que apareció en ese paraje no era el de su primera víctima. Ni era ya, casi, más que un montón de huesos. La descomposición había ido haciendo su trabajo en ese lluvioso verano de 1982 sin que nadie detectara la presencia a pesar de que el paraje, por el que atravesaba un sendero, apenas medía 50 yardas a lo ancho. Sólo algunos girones de piel sobre los huesos y unos mechones de cabello largo que delataban que se trataba de un cuerpo femenino daban algunas pistas.
El hombre que lo descubrió dio aviso a las autoridades, que pronto llegaron  a la conclusión de que la muerte no se había producido de manera natural. Detectaron arañazos en los huesos, como si un cuchillo se hubiera hendido en el cuerpo repetidamente. También encontraron rastros de cuchilladas en la pelvis y descubrieron que le habían arrancado los ojos.
Se pensó que se podía tratar de una niña de 13 años desaparecida el 12 de junio, Lyubov Biryuk, de Novocherkassk. Su tío se presentó para identificarla pero se vio confundido por la decrepitud que mostraba el cadáver y aseguró que no era ella, porque tenía el pelo más claro y menos largo que el cadáver. Sin embargo, una exploración del terreno circundante descubrió una sandalia que confirmó que se trataba de Lyubov. El ADN, varios años después, no lo desmentiría.
Lyubov había sido apuñalada al menos en 22 acometidas y había sido mutilada de varias formas. Por entonces, los investigadores no imaginaron que se trataba de la tercera de las víctimas del Carnicero de Rostov.

Antes, mucho antes, en Septiembre del año anterior, un hombre aparentemente educado y anodino había convencido a una joven de 17 años llamada Larisa Tkachenko, para que fuera al bosque con él y mantuvieran relaciones sexuales. Sin embargo, el hombre resultó ser impotente y no estuvo al nivel de las expectativas que había creado en Larisa. La chica se rio y se burló de él. Y entonces él la acuchilló repetidamente, preso de ira, mutilándole los pechos y comiéndose sus pezones. Nadie le relacionó con esta muerte.
Pero tampoco Larisa fue la primera. Antes, aún mucho antes, el 22 de diciembre de 1978, encontró a una niña de nueve años, en un camino, mientras la pequeña se dirigía a su casa. Con engaños, logró convencerla de que le acompañase a una cabaña que tenía en mitad del bosque y allí le arrancó la ropa violentamente e intentó abusar de ella sexualmente. Quiso la mala fortuna que, en el forcejeo, arañara a la chiquilla, brotando sangre de la herida. Él comprobó cómo, de pronto, esta circunstancia le provocaba una potente erección. Así que, sin poder controlarlo, con el cuchillo que llevaba, comenzó a apuñalar el vientre de la niña. Una vez. Otra. Otra más. A cada golpe de cuchillo brotaba la sangre y en cada herida la excitación sexual era mayor. No paró hasta que no logró eyacular. Ella fue la primera, pero fue casual y tampoco nadie le asoció con ella.
Más aún, otro hombre había cargado con la culpa. Cuando el 23 de diciembre apareció el cuerpo de Lena Zakotnova flotando en el río, Svetlana Gurenkova denunció en la policía que ella había visto a esa niña, vestida con un llamativo abrigo rojo, al lado de un hombre adulto, mientras se helaba de frío esperando el autobús que le devolvería a casa. La niña y el hombre estaban algo más abajo en la carretera. La pequeña no parecía conocer al hombre pero, al poco tiempo, él comenzó a andar y ella le siguió. Y parecía contenta.
Guerenkova resultó ser una buena testigo. Describió al hombre como un varón de unos cuarenta años, alto, con gafas, de cara alargada, pelo gris y vestido con un abrigo oscuro. Pero no le hicieron mucho caso. Las autoridades detuvieron a Alexander Kravchenko, de veinticinco años y una vista estupenda que no necesitaba de anteojos, pero con una condena de seis años cumplida por secuestrar y matar a una chica de 17 años en 1970. Confesó. Los interrogatorios de la policía podían ser muy convincentes.
Sin embargo, estuvo cerca. El retrato hecho por la policía basándose en la descripción de Guerenkova hizo que a un hombre de la localidad se le antojase que el hombre del retrato era un tal Andrei Chikatilo, uno de los profesores de la escuela local que este testigo dirigía. ¡Menos mal que su esposa le proporcionó una coartada! Andrei había estado en casa toda esa tarde.

O quizás todo comenzó aún mucho antes, cuando entró en la escuela de Novoshanthinsk como profesor de lengua y literatura rusa y comenzó a abusar de algunos alumnos de ambos sexos.
De la escuela le expulsarían en 1981. Quizás por eso, porque le expulsaron, comenzó a buscar a sus víctimas mucho más a menudo fuera de la escuela.

Lyubov, sin embargo, era diferente a las víctimas anteriores. Con ella comenzó a ser consciente de que era un asesino. No se trataba ni se trataría nunca más de accidentes, situaciones que se le iban de las manos, ira incontenida… No. Ahora ya sería siempre un acto voluntario, que Chikatilo repetiría una y otra vez, hasta completar un número que sobrepasaba el medio centenar. Más aún. Con su tercera víctima encontró un patrón que repetiría a menudo: contactar con sus víctimas en la estación de tren o las paradas de autobús cercanas a una zona boscosa, secuestrarlas y usar el cuchillo. Y también arrancarles los ojos. Practicaría otras mutilaciones, pero los ojos siempre, o casi siempre. Andrei creía que la retina de los muertos retenía la última imagen vista en ellos. En este caso, la de su asesino.

Y, así, hubo más. Al mes siguiente, en Julio, otras dos víctimas. Dos más en agosto, entre ellas el primer niño varón, también de sólo 9 años. En septiembre tres más. Una más en diciembre y ocho al año siguiente, que serían quince en 1984. La cuenta no paró hasta noviembre de 1990.

Entretanto, el desconcierto inicial de la policía, que no admitía la existencia de asesinos en serie en las repúblicas soviéticas por considerarlo un mal capitalista, se fue diluyendo y dio paso a la certeza. Al menos seis de las víctimas pertenecían al mismo asesino según los informes oficiales. Ya no había lugar a dudas. Se encargó de la investigación  al Major Mikhail Fetisov, de la policía de Moscú, que encargó encabezar el equipo sobre el terreno a un especialista en análisis forense, Víctor Burakov.
Al principio, sin embargo, los esfuerzos de las autoridades se encaminaron en direcciones equivocadas. Las mutilaciones y el salvajismo reflejados en las escenas de los crímenes apuntaban, pensaban, a ciudadanos enfermos, reconocidos pedófilos, homosexuales y otros “criminales” afamados. Muchos de los interrogados confesaron ser autores de algunos crímenes, probablemente fruto de los duros interrogatorios y los métodos poco ortodoxos de los agentes. Pero las muertes seguían produciéndose. Sólo en Agosto de 1984, Chikatilo se cobró cinco víctimas más y 15 en todo ese año.
En septiembre, tras su última víctima del año, Chikatilo fue visto por un policía, el mayor Zanasovski, viajando con una posible víctima. Cerca de allí se encontraron un cuchillo y cuerdas como las usadas por El Carnicero en algunos de sus “trabajos”, para reducir a sus víctimas. Además, se le había visto rondar la estación de tren.

Chikatilo fue detenido, pero un hecho inesperado vendría en su ayuda. Los análisis devolvieron el resultado de que el detenido se trataba de un sujeto con sangre del tipo A. Sin embargo, el tipo de sangre que el asesino dejó con su semen en las escenas del crimen era del tipo AB. No coincidía con la encontrada en la escena de los crímenes. No obstante, fue reconocido como el ladrón que entró en la propiedad de uno de sus antiguos jefes y fue condenado a un año de prisión, sentencia de la cual cumplió tres meses.
Chikatilo encontró trabajo al salir de la cárcel. Viajó. No sabemos si mató o no allá donde fue, pero si lo hizo no se han vinculado esos crímenes con los del Carnicero. Y se volvió más cauto. Seguía la investigación, leía los periódicos.
La investigación, además, se complicaba aún más porque las autoridades soviéticas de la extinta Unión de Repúblicas no admitían en absoluto que lo que tenían ante sí era un asesino en serie. Sin embargo, Burakov estaba convencido. Por eso, decidió vulnerar los protocolos oficiales y compartir parte de la información del caso con especialistas de Moscú. No tuvo mucha suerte hasta que dio con Alexander Olimpievich Bukhanovsky, un psiquiatra que,  los pocos días de su entrevista, entregó a Burakov un informe de 7 cuartillas con un perfil. El perfil de un asesino en serie. Burakov estaba en lo cierto y ahora tenía algo a lo que agarrarse.
Sin embargo, los crímenes no cesaron. De un centenar de policías que se encontraban vigilando las estaciones en 1984 se pasó a 600 agentes en 1990. Con un laboratorio de científica en mantillas la policía no podía hacer otra cosa más que pillar in-fraganti al asesino o esperar que cometiera un error, que dejara una pista clara sobre su identidad junto a los cadáveres o que un testigo le sorprendiese. Hasta que, por fin, la búsqueda dio sus frutos.
El 6 de noviembre de 1990, el sargento de la policía Ígor Rybakov, vio surgir del bosque un hombre con traje y corbata que se lavaba las manos en una fuente. Fijándose un poco más, observó que tenía un dedo vendado y una mejilla manchada con sangre. Aunque Rybakov no tenía motivos para arrestar a Chikatilo, sí le pidió la documentación y redactó un informe de aquél encuentro. Chikatilo acababa de matar a Svetlana Korostik, de 22 años, que se convertiría en la última víctima del Carnicero. La herida en el dedo no se la había provocado ella, había sido su víctima anterior, Viktor Tishchenko, de 16 años, que se defendió tan denodadamente que hasta consiguió morder en un dedo a su asesino. Al día siguiente de su encuentro con Chikatilo, la policía encontró el cadáver de Svletana en esa misma zona.
Chikatilo fue apresado por la KGB el 20 de noviembre de 1990. La tenacidad que le había llevado a convertirse en un enemigo férreo para la policía siguió acompañándole en la cárcel. No se delató pese a que camuflaron en su celda a un soplón de la policía. No cedió a los interrogatorios pese a que fueron dirigidos por el mejor agente en esa especialidad, el Procurador Kostoyev, que contaba con cientos de éxitos en su haber por apenas unos cuantos desdeñables fracasos.
Chikatilo sólo confesó cuando Kostoyev y Buriakov decidieron ponerle frente al doctor Bukhanovsky. Éste habló a Chikatilo con cordialidad y durante más de dos horas analizaron juntos los asesinatos de 31 mujeres y 22 varones cometidos por Chikatilo desde 1978. Chikatilo se convenció de que ningún hombre le conocía mejor que Bukhanovsky. Había conseguido definir perfectamente sus sentimientos y motivaciones, sus angustias y sus tortuosas faltas de control. Por fin, Chikatilo confesó.

Transcurrido el juicio, la sentencia se hizo esperar dos meses, pero todo el mundo estaba convencido de que iba a ser condenatria. Asi fue. El juez declaró culpable a Andrei Romanovich Chikatilo por 52 cargos de asesinato y 5 más por violación y le condenó a la pena máxima. Chikatilo perdió los papeles, gritó, escupió, insultó al sistema soviético. Chikatilo apeló, pero su recurso fue denegado. El 15 de Febrero de 1994 se le ejecutó de un balazo a quemarropa, detrás de la oreja derecha, en la sala de ejecuciones.

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